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Foto del escritorJesús V. Alcázar

Un último amanecer (Desenlace)

Cerré los ojos, dejando que el peso afilado de todo aquello se clavase por enésima vez en mí. No sé cuánto tiempo me ahogué profundamente en mis recuerdos, pero de repente abrí los ojos. Tomás, que seguía a mi lado, me miró:

Toma, Luis dijo mientras extendía el gorrito rosa de lana ya terminado.

Contrariado, lo cogí con manos temblorosas y mis ojos se descorcharon como hacía tiempo no lograban.

Para la niña que llevas en tu corazón dijo aquel pobre con una sonrisa serena



Como si hubiera visto más allá de lo evidente, como si aquel código de conducta hubiese sido fácilmente descifrado, como si Tomás supiese exactamente el tipo de metralla que recorría mi memoria, agarré fuertemente aquel gorrito contra mi pecho y abrazándolo con todo mi ser me dispuse a contarle a aquel hombre con una decisión que no recordaba:

Maté a mi hija sentencié mientras lo miraba.

Amigo estoy seguro de que eso no es totalmente cierto se apresuró a contestar sin perder su aire de serenidad.

Sí, la maté… Me tomé unos segundos―. Mi hija tenía siete años y una noche empezó a convulsionar. Yo era neurocirujano pediátrico, así que mi mujer y yo la llevamos a mi hospital. Siguió teniendo más crisis y en el estudio cerebral se vio un tumor que estaba causando todo ese cuadro. Yo era el cirujano más especializado, con más experiencia en ese tipo de lesiones y decidí operar de urgencia a mi propia hija. A mi propia hija Tomás.

Él cambió su semblante, ahora visiblemente afectado se acercó a mí y sin mediar, presuponiendo el desenlace, me abrazó.

No, amigo…

El tumor lesionaba una vena y no conseguí parar el sangrado dije mientras lo abrazaba temblando.

Shhhh, no, amigo…Ya está me repetía Tomás contagiado de mis lágrimas.


Volví a agarrar fuertemente aquel gorrito rosa con una mano y la nota de mi hija en la otra. Miré agradecido a mi amigo y me despedí de él. Anduve por el borde del muelle, sintiendo que algo más se había roto en mí, pero no fue alivio; fue la certeza de que el peso que cargaba nunca lo abandonaría. Recordé cuando ella se empeñaba en asomarse por aquí para ver los peces y cómo me gritaba para que me acercase a verlos con ella. Luego cuan pequeña equilibrista andaba pegada al borde unos torpes dos o tres pasos para terminar riendo con fuerza. Esa risa constantemente me visitaba en sueños y me despertaba en lágrimas. 


Las olas rompían con un murmullo sereno, reflejando las luces de la ciudad como si quisieran tejer un falso manto de esperanza. Decidí buscar cobijo en uno de los soportales cercanos. 


La noche debía terminar, pensé.


Antes de que el cielo comenzara a teñirse con sus primeros destellos, me apresuré a asearme en los baños de la estación de autobuses. Una de las limpiadoras me dejaba colarme en uno de ellos si llegaba antes de que terminara su turno, así que aprovechaba. Después, corrí para llegar a tiempo al comedor municipal y desayunar algo caliente. Los voluntarios eran personas extremadamente amables y serviciales, te colmaban con todo lo que tuviesen a su disposición, pero yo con un simple vaso de leche y unas galletas me sentía realmente afortunado.

¡Luis! Empecé a escuchar repetidamente desde el fondo del salón una voz familiar.

¿Sandra? ¿Qué haces aquí? Me levanté apresurado a su encuentro.

¡Luis, menos mal! Se encontraba tremendamente nerviosa, envuelta en lágrimas―. ¡Luis, es Marco! ¡Marco está muy mal!

¿Marco? ¿Tu hijo? ¿Qué le pasa?

¡Por favor, tienes que ayudarle! ¡Ven conmigo, por favor!

Sandra, tranquila, ¿Qué le ha pasado a tu hijo?

Contagiado de su desesperación, la seguí hasta su coche y me obligó a montarme en él. Condujo como una tormenta, esquivando algunos semáforos del centro en dirección al hospital mientras yo intentaba procesar lo que estaba ocurriendo. Mi corazón se fue acelerando cada vez más, como el pulso de mi amiga.

¡Sandra, para el coche! ¡Dime qué pasa! le insistía una y otra vez sin éxito.

En un abrir y cerrar de ojos me encontraba delante de la Unidad pediátrica de Cuidados Intensivos.

Anoche Marco se cayó por las escaleras y tuvo un golpe importante en su cabecita. Luis, durante la noche ha tenido varias convulsiones…

No, para… Empecé a negar con la cabeza.

Luis, creen que tiene un hematoma o sangrado o yo qué sé qué y lo mejor es operarle. Tienes que hacerlo tú, eres el mejor en esto.

¿Qué? Sandra, no me puedes hacer esto. No me puedes estar haciendo esto -quise gritar-.

¡Luis, es mi hijo! ¡Quiero que lo operes tú!

Sandra llevo sin entrar a un puto quirófano seis años y, por si no lo recuerdas, ¡la última vez maté a mi propia hija! -no sabía si hablaba con rabia, pena, enfado…estaba fuera de sí-.

¡Cállate! Luis, te lo voy a decir muy claro. Quiero que entres ahí dentro y salves a mi hijo. Nunca había visto a Sandra así, quizás el fiel reflejo de una madre luchando por su niño―. Les he dicho quién eras y están esperándote.

Sandra, por favor…

Luis, es mi hijo… Sus ojos ardían tan fuerte como su desesperación.

Mi mano se adentró impaciente en el bolsillo interior de mi chaqueta, buscando aquel trozo de papel envuelto en el gorrito de lana rosa de Tomás. Mi pulso empezó a bajar de revoluciones, dejé de temblar, como si un sedante infestara mis venas. Miré a mi amiga. Asentí. Después crucé aquella fría puerta. Con incrédula decisión obvié ciertas miradas, entendibles por otro lado, y me presenté.


Soy el doctor Luis Roma, neurocirujano pediátrico dije sin titubear por primera vez en años.

Desenlace

Camino otra vez sin rumbo, dejando que la noche me devore, como tantas otras veces. No sé qué busco, o tal vez sí, pero no quiero admitirlo del todo. Parece que cada paso es un tropiezo reventándome contra el suelo, aunque misteriosamente ahora ya no duele tanto. En mi bolsillo, mis dedos rozan el gorrito de lana rosa. Lo aprieto con fuerza, como si ese simple gesto fuera a parar la hemorragia que llevo dentro desde hace años.

Sigo deambulando por calle Castilla y encuentro un rincón entre dos edificios, un lugar oscuro donde el viento helado no molesta tanto. Un rincón que parece olvidado por el resto de la ciudad. Me dejo caer contra la pared, sintiendo cómo el frío de las piedras se mezcla con el de mi cuerpo. Estoy agotado. No de caminar, no del hambre. Es algo más profundo que hoy ha vuelto a salir por completo explotando en mi superficie. Cierro los ojos dejando que el silencio me envuelva y por un momento, parece que todo se detiene.


Perdóname mi pequeña. Perdóname Lucía.


Susurro esas palabras al aire, sabiendo que no hay nadie que las oiga. Nadie salvo las sombras de mis recuerdos. Pienso en mi hija. Pienso en mi mujer que me dejó tiempo después y exculpándola de todo hecho, pues yo ya no era el hombre del que se enamoró. Pienso en Cati, en Tomás, en mi amiga Sandra. Pienso en Marco.


El cielo comienza a despertar. Apenas una franja en el horizonte, pero suficiente para teñir las sombras de un gris más cálido. Siento ese calor de los primeros rayos de sol en mi rostro, aunque mi cuerpo sigue realmente helado. Abro los ojos otra vez y veo cómo la ciudad despierta extraña, pues hay algo hermoso en todo esto, algo que incluso me hace sonreír. Por un instante, todo parece estar en calma dentro de mí, sin culpa, sin dolor. Solo este amanecer que nace gritando promesas que nunca sabré si se cumplirán.

Me apresuro a escribir algo en la notita de mi hija, lo único que tengo.

 

“Tu pequeño Marco está a salvo. Ahora ya puedo descansar en paz.

                                                          Gracias, amiga. Te quiero.”

 

Dejo que la luz me siga envolviendo y, con ella, me pierdo en el horizonte.

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