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Foto del escritorJesús V. Alcázar

Un último amanecer (Parte I)



¿Cuánto llevas sin comer esta vez?

            Agaché la mirada.

Luis, respóndeme.

Doctor, por favor, solo vengo a que me cosa la brecha contesté de la forma más correcta que supe.

Tuve la “mala suerte” de coincidir con el mismo. Era joven, afanado, servicial y con una mirada cálida que lo corroboraba. No necesitaba nada de aquello, aunque en silencio lo agradecí. Exhaló levemente acompasando sus hombros en señal de rendición y prosiguió con el porta y el hilo. 

¿Te han vuelto a pegar? insistió―. Luis, ya es la tercera vez en un mes que vienes a urgencias por el mismo motivo.

¿Ya tres? Había perdido la cuenta, o peor, ya formaba parte de mi pobre rutina. Ojalá fuese un cobarde, pero ya no intentaba correr para torpemente escapar ni ofrecía resistencia, solo aceptaba y encajaba lo mejor que podía. Así todo pasaba más rápido, pues generalmente, cuando me veían sangrar, los golpes cesaban y marchaban ebrios de falsa valentía juvenil. Sólo me limitaba a mirar al frente, estoico, prohibiéndome a mí mismo emitir el más mínimo lamento o quejido. 

Muchas gracias, doctor, y disculpe por las horas. Espero que pueda descansar lo que queda de noche.

Luis…

No le di oportunidad a réplica. Salí de aquella consulta con premura atravesando la atestada sala de espera de aquellas urgencias. 


Mi siguiente gran objetivo de la madrugada era encontrar un sitio donde poder dormir con ciertas garantías. Sí, llevo seis años y dos meses viviendo en la calle y sé que todo el mundo cree que un vagabundo tiene “sus lugares”, pero la realidad es bien distinta. La experiencia me ha enseñado que debes tener plan b, c, d, o hasta incluso e algunos días. Sobre todo cuando, como esta noche, unos malnacidos además de apalearte destrozan lo poco que tienes en aquel portal de esa sucursal de la plaza Esperanza. Paradójico nombre, por cierto. 

A la mañana siguiente tenía cita con Sandra. Me lo había hecho prometer, como siempre. Era mi mejor amiga desde casi los cinco años y sabía que jamás había faltado a mi palabra, así que se aprovechaba de ello. No sé si merecía a alguien así a mi lado, pero lo cierto es que nunca me dejó solo. Tampoco desde que era un vagabundo. Tampoco desde que sucedió todo.

¿Cómo estás hoy, Luis? ¿Qué te ha pasado en la frente? 

Me recibía con un abrazo, como de costumbre, sin importarle en absoluto mis ropas andrajosas. Los días que tocaba venir a su consulta me esmeraba aún más en lucir todo lo pulcro que podía pese a lo fútil de la intención. Sandra era una de las psicólogas más reconocidas del país, una mujer ya desde temprana edad realmente brillante. Derrochaba empatía, cariño y profesionalidad con sus pacientes, con su alrededor. Yo, niño inocente en el colegio, competía sin éxito con ella por sacar las mejores notas. En aquel momento creía odiarla, pero lo cierto es que ya sentía admiración por esa persona.

Quita esa cara, por favor contesté.

Sabía que sufría por mí, que sentía pena… Su cara era el fiel reflejo de su alma. Pero yo no merecía todo aquello. Ni siquiera que perdiera su valioso tiempo conmigo.

Deja de decirme eso cada vez que vienes. Eres mi mejor amigo y me duele verte así. Luis… Se volvió a fijar en mi herida de la frente.

Estoy bien, Sandra, de verdad la interrumpí dibujando una sonrisa de atrezo―. ¿Cómo está Marco?

Vale asintió resignada―. Marco está hecho todo un hombrecito de cuatro años.

Volví a sonreír, esta vez curva de verdadera felicidad. 

Cuéntame lo que quieras, lo que desees, lo que necesites.

Fruncí el ceño y desvié la vista hacia el ventanal de la consulta. Era enorme, vertiginosamente imponente aquel octavo piso con unas vistas a la bahía que desrealizaban cualquier buque de carga. Todo parecía ínfimamente hermoso desde ahí. 

Muy bien, pues te cuento yo interrumpió mi trance en las alturas―. Volví a coincidir con Javier Megías…

Sandra, por favor. Ahora la interrumpí yo.

¿Por favor qué, Luis? ¿Por qué? ¡Tío, eres uno de los mejores neurocirujanos pediátricos de este puto país! ¡Sabes que Javier estaría encantado de que te unieses a su equipo! ¡De que volvieses!

¿Por qué aún hablas en presente? La miré fijamente.

Porque lo tuyo es innato… Tienes un don dijo cogiéndome la mano tornándose su voz aún más cálida y dulce Tienes que volver, rehacer tu vida… Era tu pasión, aquello para lo que naciste. Amigo, tienes que perdonarte. Ya has pagado bastante, por favor Luis...

Mis ojos vidriosos contestaron en silencio por mí. 

Gracias por recibirme, Sandra, siempre es un placer verte.

No fue tu culpa negaron sus húmedas pupilas.

Le di un beso en la frente a mi amiga y me marché.

Dejarse perdonar suena demasiado bien y yo no estaba dispuesto a ello. Porque no lo merecía, porque no existía ninguna razón para tal fin y mientras mi memoria cruelmente me lo recordara así sería.


Deambulé entre mundanos pensamientos y ruidos de tripas, sin rumbo fijo durante un buen rato. Sólo quería andar, me tranquilizaba, más aún en días nublados como el de hoy. Recobré mi sentido de la orientación y me acerqué donde Cati. Era una mujer próxima a los setenta que tenía uno de esos bares emblemáticos en el centro. Su bondad conmovía, siempre presta a darte algo de comida, aunque a mí me atormentaba el sentimiento de parásito por aceptar su ayuda. Por eso intentaba ir lo menos posible, una vez cada dos o tres semanas. Me ofrecía después a lavar platos o limpiarle el local, pero siempre en vano, pues aquella mujer me lo agradecía además con un túper para la cena. Lo que ella desconocía era que sabía perfectamente cuándo le traían pedidos de bebidas o comida, así que casualmente aparecía para ayudarla. 

Devoré el delicioso cocido de Cati junto a las estatuas de Los Raqueros, otra paradoja de mi realidad, aunque me gustaba ese lugar. Además, allí conocí a Tomás, una de las primeras personas que me mostró los entresijos de vivir en la calle y no tener nada más que tu dignidad para el día a día. Él tenía sesenta y cuatro y, como decía, toda una vida vagabundeando. Era un tío peculiar aunque tremendamente honesto y culto. Solía regentar esta zona y era conocido por vender en la calle ropita para bebés que él mismo tejía. Nunca me quiso contar el porqué de ello, ni tampoco cómo terminó así. Y es que rápidamente comprendí que preguntarle eso a un vagabundo es como intentar saber por qué un preso ha llegado a serlo. Nadie te pregunta, tú no lo hagas. ¿Sabéis lo mejor? Con lo poco que sacaba ese pobre hombre de sus entrañables ventas, reinvertía un poco en hilo y lo demás lo donaba a las monjas.

Hay otros que quizás lo necesiten más que yo decía.

Yo no terminaba de entenderlo, pero a él se le veía muy feliz siendo así.

Se nos echó encima el gélido telón de una auténtica noche de diciembre. El viento helado golpeaba mi piel de cactus y Tomás, recostado sobre su carrito cargado de mini mercancías, lograba articular sus delicadas manos fabricando lo que parecía un pequeño gorrito de lana rosa. Aquello me atravesó como un relámpago y me apresuré a meter la mano en el bolsillo interior de mi basta chaqueta. En él había un pequeño trozo de papel deshecho en los bordes por el tiempo y las lágrimas. Lo guardaba como mi pertenencia más preciada. Lo leí una vez más.


Te quiero, papá leí susurrando.


Continuará...

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